Foodopoly

En este libro, su autora, Wenonah Hauter, quería explicar cómo fue que terminamos teniendo un sistema alimentario disfuncional.

La situación de los alimentos en el mundo ha cambiado desde la época en que los países pobres los exportaban a las potencias, como por ejemplo, la India, que en el último cuarto del siglo XIX, batió récords de exportación de cereales a Europa mientras su pueblo moría literalmente de hambre.

En los años 30 fue cuando verdaderamente comenzó la política alimenticia moderna, y se fue desarrollando en las décadas posteriores, especialmente en los años 80 cuando se desarticuló la ley antimonopolio.

Entre los años 1950-70, los años de la revolución verde, los países ricos, especialmente los EE.UU., se convirtieron en proveedores de alimentos a los países pobres. Un instrumento clave para este cambio fue la utilización de la ayuda alimentaria como política exterior. Un aspecto importante de este monopolio es que la producción y el comercio de alimentos están en manos de empresas privadas, esto quiere decir que la política exterior que imponen a sus gobiernos persigue en el fondo objetivos económicos y no proporcionar algún benéfico gratuito a la humanidad.

Básicamente, tenemos alrededor de 20 compañías que procesan comida y que controlan la mayor parte de las marcas de las tiendas de abarrotes. Así que cuando los consumidores van, parece que hay una gran variedad, muchas opciones, pero esta pequeña camarilla de compañías hacen una mercadotecnia de nicho bajo, muchos nombres diferentes y uno puede hojear el libro y ver las 20 marcas principales. Las cinco principales son PepsiCo, Nestle, Kraft, Tyson y la compañía brasileña de carne llamada JBS que la mayor parte de la gente nunca ha escuchado pero que tiene marcas como Pilgrim’s Pride y Swift.

Actualmente el mundo produce más alimentos de los que consume, el problema es que los pobres no los pueden pagar.

Un estudio del Banco Mundial, dice que en el año 2009 se realizaron transacciones de tierras para emprendimientos a gran escala por 56 millones de hectáreas. De estos, solo un 21% habría iniciado actividades (Deinin-ger, Byerlee, Lindsay, Norton, Selod, & Stic-kler, 2011), lo que quiere decir que la mayor parte de estas tierras han sido sustraídas a la producción, para quedar improductivas.

Está claro que la soberanía alimentaria no puede apoyarse en el monopolio que caracteriza este contexto, tampoco en alguna parte de él, como la agroindustria nacional, que constituye su brazo local.

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